sábado, 3 de julio de 2010

Relato de las otras tradiciones autlenses

Foto de Miriam Vaca
Por Yunuén Rodríguez Prado


“Árbol de la Amistad”, leí atenta en la placa plateada con letras negras colocada ante la ceiba de la plaza cívica, junto al CUCSur, para resaltar el día del medio ambiente en este año destacado por ser de edición coleccionable. La placa tenía la misma fecha del pequeño monumento impuesto en Alameda, en un sincretismo festivo entre lo histórico y lo ecológico.

Espero que al árbol no le pase como a Don Luis Rafael, que estaba tan saludable y tan entero, y apenas le pusieron su nombre a la calle de la prepa nueva, ¡se murió! Eso pensaba al caminar rumbo al centro, el sábado como a las tres de la tarde, cuando una imagen impactante me devolvió a la realidad: Una señora como de sesenta años que caminaba encorvada por la otra acera en dirección opuesta a la mía, levantó la vastilla de su camiseta roja para secarse el sudor de la frente, dejando al descubierto las flácidas tetas colgadas hasta el ombligo de su prominente barriga.

“¡Jajaja! ¡Sí la conozco! ¡A mí también me las ha enseñado! Es una señora de pelo cortito que fuma mucho”, dijo Chuy con una risotada. “Ah, ya sé quién es… vive a cuatro cuadras del centro, y todas las tardes se encuera y se baña en el patio de su casa con vista a la calle. Es típico encontrársela por ahí a estas horas”, completó Claudia.

Esa misma tarde, reponiéndome del desconcierto y con el sol aplastando todavía mis pasos, no me decidía a caminar hasta mi casa cargando las bolsas de víveres. Busqué con la mirada un teléfono público para sugerirle a mi media naranja que mejor comiéramos en alguna fonda del mercado. En contra esquina de la presidencia municipal vi a la clásica loquita mugrosa que diariamente, desde hace años, se recarga en la caseta, a veces platicando en una llamada imaginaria, otras veces resoplando y ululando rítmicamente con el auricular muy cerca de la boca. Haciendo un gesto de asco hacia sus gérmenes opté por el celular y, mensaje transmitido, me senté a esperar en el jardín Hidalgo.

-Dispense la pregunta – me abordó el ancianillo de sombrero que había estado mirándome fijamente desde que crucé la pierna y encendí mi cigarro, apartando su vista solamente para volver a escupir en el suelo, ya cubierto de salivazos- ¿Usted no se mete con los viejos por ahí? ¡Tengo centavitos! ¿Eh? …Estoy medio sordo, me cayó un rayo cerquita… Aquí se sientan las mujeres que se quieren ir con los hombres... ¿Gusta un agua fresca? ¡Se la traigo! ¿Se va conmigo? Le doy el dinero allá en el hotel…

“¡Jajaja! ¿Pues dónde te sentaste?”, me cuestionó Don Raúl el taxista. Me había sentado mirando hacia el Bancomer, en La Banca de los Pitos Cáidos, célebre por ser el lugar donde las putas esperan cliente, que por lo general resulta ser un señor entrado en canas. Al menos así me lo explicó Don Raúl.

¡Ah qué nuestro Autlán tan lleno de tradiciones! Me digo ahora para mí misma. ¡A ver si no nos faltan placas conmemorativas!

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